I
Se ha
afirmado desde diversas escuelas del urbanismo clásico que el origen de lo que
conocemos como “la ciudad” está directamente relacionado a la labor agricultora
de un grupo de personas, asociadas con un buen emplazamiento, condiciones
climáticas, entre otros, que permitieron el proceso de “cristalizar procesos”
de manera de generar, más que un montón de casas, una estructura social que
deriva en lo urbano.
Otros teóricos más arriesgados (Jacobs, Soja, etc), asumen que
el “pegamento” de la ciudad, antes que lo productivo, viene desde la necesidad
del relacionarse, de establecer interdependencia por una proximidad densa, es
decir, viene a ser más importante la “aglomeración humana” y cómo procesos
similares al sinecismo griego (origen de las ciudades-estado) establece
patrones jerárquicos (para defensa, por ejemplo). De ahí que los
descubrimientos arqueológicos modernos en ciudades como Catal Huyuk o Jericó
sean importantes para establecer dichos lineamientos.
De cualquier forma, la labor agricultora viene a ser dominante
dado el origen de esta necesidad de relacionarse, supone un avance en el hecho
de organizarse, de establecer parámetros y estadísticas para aprovechar el sol,
las lluvias, las tierras, la tecnología y la capacidad de comercializar o mercadear,
frente a la caza o a la mera supervivencia. Y, por qué no decirlo, frente a la concepción del hombre como sujeto
responsable frente a la creación más compleja creada por él, la ciudad.
II
Sin
embargo, mucho antes en el tiempo, la biblia nos presenta este hecho complejo
en la historia de la primera relación entre pares, Caín y Abel, y cómo viene a
graficar la verdadera condición del hombre natural. Génesis 4:1-10 nos habla de
cómo, al final del día, a pesar de los
mismos derechos y reconocimientos sociales básicos (ambos son hijos
reconocidos, cada uno realiza sus labores, ambos igualmente tienen el mismo
derecho de ofrendar agradeciendo a Dios), las diferencias sociales (o derechos
sociales a exigir) solo es una apariencia frente a lo más importante: Amar a
Dios y a mi prójimo como a mí mismo.
Conocemos la historia, Abel presentó una ofrenda dedicada a Dios
mientras que su hermano, a pesar del “avance social” (de la agricultura en
relación al mero hecho de pastorear o de cazar), dio a Dios una ofrenda del
producto de la tierra (léase, algo calculado y que no significa más que
“cumplir”). Acto seguido, Dios no miró con agrado esa ofrenda, porque no
asimilaba un corazón dedicado como el de su hermano lo que significó un enojo
que llegó a terminar en asesinato del prójimo.
Era responsabilidad de Caín dar lo mejor,
así como Abel lo hizo. No lo hizo porque en realidad, Cain hacia lo malo (1° Juan
3:12), tras esa ofrenda calculada había un corazón apartado del patrón más
importante que debe unir la relación social, la regla de oro ya dicha (Amar a
Dios – Amar a mi prójimo). Si no hago lo primero, entonces, no soy capaz de
hacer lo otro.
Esa es la tragedia de hoy: La idea de
exigir derechos y no asumir responsabilidades ciudadanas poniendo en el primer
lugar a quien debe tenerlo, más que sólo al interior de la iglesia, en la
ciudad, es decir a Jesucristo, quien tiene la supremacía. Cuando todo es para mí,
para mi postura, para mi deseo, para mis aspiraciones, y nada es sobre mi
prójimo es porque en nuestro interior no hay razones por las que tenga que
hacerme cargo del otro.
Incluido
en esto, el hecho de invisibilizar, (un feto como un ser humano, por ejemplo),
de evitar (al necesitado, al extranjero), de menospreciar (al que piensa
distinto), porque no es como “yo”.
No
sigamos excusando al que hace lo malo como un ser “necesitado”. Al final, es
tan responsable como el que hace lo recto, porque la ley moral de Dios está grabada
en el corazón del hombre.
III
Recordemos
que el hombre natural, al ser imagen y semejanza de Dios, tiene “códigos” que,
instintivamente conllevan a una percepción general del bien y del mal, es
decir, de Ética. A su vez, posee conciencia y un sentido de moralidad. Por
ejemplo, el joven que desea tener novia o esposa, por instinto, la quiere “sólo
para sí”, por muy ateo que éste sea. Esto refleja, instintivamente, el primer
mandamiento de Dios entregado a Moisés “No tendrás dioses ajenos delante de mi”
(Éxodo 20:3).
Dios
nos pregunta, entonces, a todos por igual: ¿Dónde está tu hermano? ¿En qué
lugar lo has considerado (tanto en nuestras relaciones sociales, en nuestras
prioridades diarias, como en el quehacer de la ciudad, hasta la planificación
urbana y ocupar las tecnologías para desarrollar hábitats que dignifiquen a mi prójimo)?
¿Qué hacemos?
Respondemos desde nuestro ego: “No me corresponde cuidar de mi prójimo”.
Ahí es donde nace la esperanza, en vernos sin respuesta frente al sacrificio de
Jesús en la cruz, quien murió “por todos”. ¿Quién puede comparar ese acto de
amor y dádiva tan noble y genuino? Cuando descuidamos el respeto, y damos lugar
a acciones que repelen al “otro”, debemos tener en mente las palabras de Jesús
al respecto:
“Han
oído que a nuestros antepasados se les dijo: “No asesines. Si cometes asesinato
quedarás sujeto a juicio”. Pero yo digo: aun si te enojas con alguien,
¡quedarás sujeto a juicio! Si llamas a alguien idiota, corres peligro de que te
lleven ante el tribunal; y si maldices a alguien, corres peligro de caer en los
fuegos del infierno. Por lo tanto, si presentas una ofrenda en el altar del
templo y de pronto recuerdas que alguien tiene algo contra ti, deja la ofrenda allí en el altar. Anda y
reconcíliate con esa persona. Luego ven y presenta tu ofrenda a Dios.” (Mateo
5:21-23).
Es por
esa razón que la labor de la iglesia hoy es de vital importancia, porque (1) es
quien debe dar a conocer a la ciudad la esperanza en Jesucristo y el mensaje de
reconciliación genuino y vital para los hombres y (2) es el lugar donde debe
suceder la reconciliación genuina entre los hombres, porque se hace frente a
Dios. Jesús nos da, en estas palabras, una
esperanza real para generar el “pegamento” social tan necesario en nuestros días
para vivir vidas dignas y en paz. Pablo lo argumenta más adelante con estas
palabras:
“Te ruego que ores por todos los seres
humanos. Pídele a Dios que los ayude; intercede en su favor, y da gracias por
ellos. Ora de ese modo por los reyes y por todos los que están en autoridad, para que podamos tener una vida pacífica y
tranquila, caracterizada por la devoción a Dios y la dignidad. Esto es
bueno y le agrada a Dios nuestro Salvador, quien quiere que todos se salven y
lleguen a conocer la verdad, pues hay un Dios y un Mediador que puede
reconciliar a la humanidad con Dios, y es el hombre Cristo Jesús”. (1°
Timoteo 2:1-4)
Entonces
¿Te animarías a considerar y mirar con otros ojos a tu prójimo, ya sea desde el
diario vivir hasta la dignificación de sus espacios (sociales y espaciales? ¿Desde la promoción de los
derechos y deberes hasta la
planificación digna, menos desigual? Con la ayuda de Dios, si se puede.
Solo
Dios sea glorificado.